Cuando el amor vence al miedo, la vida (o la muerte) emerge
tal cual es: bella, ardiente, radiante, tormentosa, justa, poderosa, benévola, amorosa, imprevisible,
incontrolable, llena de posibilidades y elecciones.
Sólo puedo escribir en
primera persona, desde mi experiencia con lo divino en mi vida, lo sacro que ha
habitado en mis 46 años de existencia en esta vida, y la vacuidad que he
sentido en muchos períodos de la misma cuando creía que lo sagrado se había
convertido en profano, sin ni siquiera darme cuenta de que todo es sagrado.
Pues en ese darme cuenta de que buscaba algo afuera que
estaba en mi interior, se inició el
mirar adentro y una nueva senda sedienta de la belleza de la vida, del sentido
de haber nacido a finales del siglo XX y madurar a principios del XXI, con un
recuerdo de mi antigüedad que a momentos florecía en mí pero que cuando
intentaba aprehenderlo, se escapaba de entre mis dedos o pensamientos como un
pez.
Pues hasta los 33 años vivía de espaldas, inconsciente de mi
verdadero sentir, del latido emocional de mi corazón, del agua que se movía en
mi interior en arrebatos de pasión sin vivir, en enfados sin comprender, en
lágrimas por llorar, en las emociones de mis tres hijos que no sabía acoger ni sostener.
No sabía
que estar viva no era eso:
entrar dentro de un sueño
creyéndote protagonista:
borrar las huellas del pasado
moverte dentro de una burbuja.
Volvíamos a vernos:
dentro de tus ojos,
recordándote,
buscaba perlas de oro
bajo las fauces de tu mirada
sabiendo que sólo eras eso
un sueño
queriendo seguir dormida
para, así,
saber cuándo despierto
en tus abrazos
Sin embargo, algo en mí, quizás una visión, o una profecía, o
mil palabras leídas y escuchadas en vidas de Santas y Santos, que me habían
atraído irremediablemente a lo largo de mi infancia, adolescencia y primera
adultez, sabía que esos arrebatos que veía en mis hijos y que mi yo no me
permitía sentir eran lo más auténtico de
todo lo que había experimentando o vivido en ese momento: ganar dinero
en una empresa, cumplir con los deseos de mi marido entonces, con los de mi familia, incluídos mis tres hijos,
pequeños en esos tiempos..aunque no lo comprendiese a través del medio que
creía dominar y que me otorgaba la identidad que el mundo me reflejaba: mujer
fuerte, ganadora, triunfadora, que sabe lo que quiere, que puede con todo.
Sin embargo, pronto descubrí que no sabía amar, ni tan
siquiera a mis propios hijos.
Ni a mí misma.
Me olvidé
que el sufrimiento
era pelearme
con lo que es
dejar de aceptarte
realidad
mirar hacia otro lado.
Me olvidé
que yo era yo
antes del principio de todo
sin forma, nombre o color,
sin cuerpo
sin yo.
Me olvidé
y en ese olvido
ahora recuerdo.
Mi vida estaba repleta de prohibiciones: la voz de lo que “no debería ser”, la voz de
la conciencia de Pepito Grillo, engordada por esas voces autoritarias de
padre/madre/profesores a quien otorgué autoridad por encima de mi propia voz
interior, de mi propia divinidad interna.
La voz de esos dioses afuera, a quien adoramos en nuestra
infancia para sobrevivir, para que nos quieran, para sentirnos amados, me
impedían amarme a mí, a la vida y, por tanto, amar a los demás.
Ignoro quién, cómo y por qué se me insufló el aire para
reconocer que estaba viviendo al revés. Simplemente me vino la certeza al
contemplar la idea del suicidio, pues para mí la vida, vivida de esa
manera, no tenía sentido. En esos tiempos,
varios libros y autores me acompañaban: La campana de cristal, de Sylvia Plath,
la Metamorfosis, de Kafka, la poesía de Anne Sexton y La Pasión según GH, de
Clarice Lispector....Era la época en que comenzaba a escribir, cuentos y
poemas, y en mí se escribió este poema:
La Abuela Raquel
Abuela Raquel, dime
¿qué ballenas has encontrado en tu camino?
¿con cuántos caminantes te has cruzado?
¿qué preciosos mundos has visitado?
¿cuántos años acumulas en tu gastada mochila?
Dime, Abuela Raquel,
¿cómo se aprende a vivir sin miedo,
como tú?
¿cómo se aprende a vivir sin luz,
como tú?
¿cómo se aprende a vivir al revés,
como tú?
Abuela Raquel, dime
¿cuánto tiempo has tardado
en comprender
el sentido de tu largo viaje?
Era una escritura que nacía, desde el inconsciente, o sea,
sin saber que en mi interior habitaba todo un mundo por descubrir. Había
recorrido, en la primera parte de mi vida, el camino del héroe (como se
denomina al primer septenario de las cartas del tarot de Marsella), siguiendo
el dictamen de lo que los demás querían de mí, pues ellos y ellas eran mis
dioses, y los éxitos conseguidos habían sido considerables, según los cánones
del éxito social: buena escolaridad, título universitario, máster de empresa,
carrera deportiva con laureles, boda “apropiada”, tres hijos bellos y sanos....
Todo emprendido para hacer felices a los demás, especialmente
a mis padres, y más en concreto a mi madre. Pues ella, en su vacío de amor por
la vida, en su vacío de mí, amaba por encima de todo las formas de sus hijos.
Y sólo me sentí amada de verdad por ella cuando me casé con
quien ella quería, por mandato de mi abuela María en su lecho de muerte.
Sólo deseaba amarte,
madre
y no te
dejaste:
esa fue mi herida de muerte.
En aquellos tiempos, lo “tenía” todo, todo lo que
aparentemente puede hacer feliz a una persona en ese mundo de finales del siglo
XX....desde lo social.
Me enamoré
otra vez
de esa estrella
de esa luz en tus ojos
reflejo de nuestra alma
partida y unida
en dos cuerpos
y me encontré
de nuevo
con ese mar de lágrimas
de tu coraza
que era la mía.
Sin embargo, me moría por dentro, pues comenzaba el camino de
la destrucción de las falsas identidades que me hacían ser para el otro sin
saber que yo no era sólo eso.
Camino de toda una vida, por supuesto, sigo en ello, hasta
después incluso de la muerte del cuerpo.
Y comencé a vivir “al revés”. Al revés de “lo social”. Como
una adolescente, rebelándome contra todo, eso sí, con la responsabilidad del
cuidado de tres hijos pequeños. Descubrí que sólo ellos me podían mostrar el
camino hacia el verdadero amor, pues ellos estaban limpios, venían sin apenas
cargas.
Estaba herida de muerte. Como mi madre. Como mi abuela. Como
mi bisabuela. Como mi tatarabuela, que quizás se llamaba Raquel.
Ocurre que cuando ya no deseas
dejas que acaezca
lo innombrable.
El misterio se despliega
entonces,
en una forma nueva,
inimaginada
con sorpresa
que colma el más recóndito
de tus deseos.
Esa sed de Dios
cuya señal
cual síntoma
tomabas por realidad.
Ocurre.
Acaece cuando dejas ser a Dios
en ti,
al apartarte,
al dejar ir,
al expirar
los pensamientos densos
atrapados en la red
de lo conocido.
Y comenzó a fluir la escritura, en forma de narraciones
cortas y poemas. Primero instigada para una psicóloga que entonces me animaba a
escribir y me “aprobaba” los esfuerzos, luego como una necesidad recurrente,
imperiosa, que sigue viva en mí, y que va acaeciendo cuando se hace un alto en
el camino de la acción, observo la belleza de la vida, y la anoto.
Anoto lo que siento.
Atardece:
ha caído agua
lluvia en mis ojos
que se funde contigo
tierra,
madre.
Limito la infinita belleza de la vida en palabras que sólo
apuntan la silueta de la realidad.
Palabras que manifiestan el sentir que se hace en mí.
Quedé tocada de muerte
cuando te fuiste, madre
sin despedirte,
abierta a todo
abandonada al amor
que me diste
al abrir tu cuerpo
y dejarme salir,
como otorga la tierra
cuando te enamoras
de la vida
de ella y de todo
de estallar el yo
en mil pedazos
tan sólo siendo,
sintiendo.
¿Qué otra cosa más verdadera en esta corta vida que vivir en
el sentir?
Descubrir que los pensamientos me distraían de las emociones
y sentimientos fue un gran paso en el viaje para acercarme a la realidad de la
poesía y del corazón. Para permitirme descubrir la vulnerabilidad que habitaba
en mí y que mi aferramiento a viejas identidades apartaba con deberes,
obligaciones y más forzarme a hacer lo que en realidad no quería hacer.
Pues, en definitiva, lo que había comenzado en mí era el
proceso de desprendimiento de toda identidad falsa. Por eso mi yo pedía morir,
pues estaba a punto de ser engullida por el inconsciente. Y era imparable.
Aprendí a aceptar los momentos de no entender sin necesidad
de vaciarme en la búsqueda de la comprensión.. Aprendí a navegar y aceptar que
la confusión de la razón es la puerta que franquea el verdadero sentir, y una
fuerza desconocida me hizo abandonar poco a poco la búsqueda obsesiva de la comprensión racional,
regalándome la inmersión en el mundo de las percepciones corporales. Fue una
inmersión en las aguas del mar.
Sigo viva, aquí, escribiendo estos “deberes” que me fuerzan a
manifestar lo inmanifestable, eso que difícilmente se explica con palabras,
pues cualquier definición de lo
innombrable, de Dios, de amor, será siempre eso, un intento limitado de
expresar lo inexpresable.
Me penetra la fuerza
de tu mirada
de nuestra energía
juntos
y vuelvo a convertirme
en abismo:
somos uno.
Un intento ilimitadamente valioso, ahora lo sé, y me siento
agradecida por por fin ya saberlo.
Antes no lo sabía, y por eso no me forzaba. Por eso devaluaba
las palabras que fluían en mí como quien devalúa una moneda.
Pues, por fin, al llegar el verano del 2011, se abrió una
nueva comprensión en mí.
Ignoraba
que te buscaba
hasta que te vi:
no eras tú
sino un reflejo
de mí.
He comprendido que soy un reflejo de todo lo que es, y que
habito un cuerpo. Un cuerpo que percibe a través de los sentidos, que siente
emociones y sentimientos, que ríe, que salta, que pasa frío, calor, hambre y
sed, abierto a todo. Un cuerpo que tiene voz para decir GRACIAS, para
agradecer.
Un cuerpo sagrado, habitado por Dios. Con posibilidad de
mostrarse, compartirse, o esconderse.
Un cuerpo que hace el amor con todo cuando me aparto del
pensar sin corazón.
A veces,
presiento que voy a explotar
así,
caminando por la calle
o leyendo un libro
siento que algo misterioso
se ha apoderado de mí
y me invita a estallarme
cual bomba de fuego
olvidada de toda idea,
para que sienta.
Entonces, vuelvo a mi yo
y recuerdo que cuando dejábamos
que nuestros cuerpos se amasen
libres de pensamientos
me sentía feliz
de ya no ser un yo
sino un nos
un yo/tú
a ratos un tres
a estallidos UNO
con todo,
tierra bendita
amamantada de luz
amor, generosidad,
luminosidad sin fin,
como siempre ha sido
y siempre será,
nos acordemos de ello
o sigamos olvidándonos
con la soberbia de querer seguir
haciendo de dioses
sin vaciarnos de yoes.
Un cuerpo sagrado, que me permite disfrutar del gozo de estar
viva, y agradecer esta bendita oportunidad que es la vida.
Eso, para mí, es Dios. Estar encarnada y viva. Respirar.
Sentirse acompañada por la presencia de una infinita benevolencia.
Soy un ángel
a veces, demonio,
pues no estoy
para complacer tus caprichos
ni darte seguridades de nada
la vida no es eso
y yo no soy
tu caramelo.
Soy un faro
que te ilumina los ojos
cuanto te ves reflejada
para así sentir, de nuevo,
tu corazón ardiendo
a fuego vivo,
como el mío
como cuando eras niña
y así saborear,
a cortos y eternos instantes
que somos UNA.
Ser mujer, por fin, con capacidad de ser dos, tres , todo.
Pues ya no se me olvida el agradecimiento de estar viva, de
tener la oportunidad de seguir aprendiendo, amando, fusionándome con quien está
abierto o abierta a sentir, a amar, a compartir, a descubrir.
Todo lo demás es pasado.
Lo único que queda es lo que hay en este momento, en continuo
movimiento, como el mar y la naturaleza, es este teclear estas palabras para
llenar las páginas de un mandato al que me he comprometido a servir, y así lo
hago. Palabras con una forma concreta, que tengan un sentido pleno para ser
evaluadas por un otro que ejercerá de Dios en esa evaluación.
Evaluación que ya no tiene sentido para mí, pues toda
evaluación es inexacta y expresa un juicio, el poner en marcha un juez interior
que dice: me gusta o no me gusta, a través de una nota en este mundo....A la
vez, necesaria e inevitablemente en
forma humana.
Pues tenía la idea de que sólo escribo para hacer sentir al
otro, para que el otro, cuando haga suyas las palabras que se escriben en
mí, tenga la oportunidad de dejarse
transformar por ellas. No para ser evaluada o juzgada por ellas. Me volvía a
engañar, claro está...el mundo de las ideas, tan limitado...
Escribo
porque algo en mi interior
desea compartirse
salir hacia afuera.
Escribo
para dar a conocer
el sabor de mi voz
mutante
riente
radiante
de luces y sombras,
espejo de tu corazón.
Escribo
para mecerte en mis brazos
un rato
y así proseguir volando en el cielo
de tu delicada alma,
reconociéndonos como iguales.
Quizás escribo para que me alaben, me ponga nota. Para que me
amen.
O, simplemente, porque estoy viva, y todavía queda aliento
que alentar, que compartir.
La evaluación......ese juez que detiene el proceso de sentir
lo verdadero.
Amanece
un nuevo día:
la belleza de tus dones
estremece mi piel
como la caricia del viento
cuando estoy atenta y los siento.
Agradecimiento:
de nuevo entera,
cual árbol.
Amanece
la luna
después de apartarse
de nuestra vista
para bendecir el sol,
mece mi regazo
respira mis recovecos
alienta
y alimenta
lo sagrado.
Sólo el juez, el juicio, las etiquetas, nos apartan de lo
real, de lo sagrado, de la divinidad que habita en todo lo que existe.
El amor no juzga.
La vida, tampoco.
Sólo los humanos
juzgamos.